Ante el desalojo del único hogar que habían conocido, Adán y Eva fueron escoltados fuera de su jardín paradisíaco. Adán recordó las palabras de advertencia de Dios: “De todo árbol del huerto podrás comer; más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:16, 17).
Adán y Eva extrañarían sus paseos en la tarde con su Creador. ¿Por qué no podrían haber quedado satisfechos con los frutos de los muchos otros árboles que Dios les había provisto? De ahí en adelante, Adán estaba destinado a labrar la tierra, trabajando con sus manos y el sudor de su frente. Posiblemente arrepentidos y, por consiguiente, perdonados, la pareja tuvo que sufrir las consecuencias por ese acto de desobediencia.
Las hojas de higuera habían proporcionado escasa cobertura cuando Adán y su esposa se dieron cuenta de su desnudez, por lo que Dios mató un animal para hacer túnicas de piel para ellos. Aunque no se escribió específicamente antes de la entrega de la ley mosaica en el Monte Sinaí, las ofrendas de sangre por el pecado pudieron haber estado implicadas aquí. La línea roja de Cristo, el Cordero sacrificado, comienza.
Fuera de las cenizas de su castigo, Eva recordó y se aferró a la promesa. Sí, habría enemistad entre la semilla de satanás y su Semilla. Sin embargo, su cuerpo nutriría la Semilla para un linaje mesiánico cuidadosamente documentado registrado por Moisés, Mateo y Lucas, y la reconciliación resultante con Dios.
Patriarcas de la promesa
Los hijos de Eva, Caín y Abel, llegaron a ser hombres. Caín, el mayor, trajo un sacrificio al Señor de su producto casero. Abel, designado progenitor del Mesías, prefirió ofrecer un cordero primogénito impecable de su rebaño. La oferta de Abel fue aceptada pero la de Caín la rechazó. Satanás, decidido a frustrar los planes de Dios a toda costa, entró en el corazón de Caín quien, por envidia, mató a su hermano y como resultado, Dios lo desterró.
Cuando Adán tenía ciento treinta años, Eva dio a luz a otro hijo especial al que llamó Set, que significa “designado”: “Porque Dios ha concedido otro hijo en lugar de Abel, al que mató Caín” (4:25). Los esfuerzos de satanás para destruir la Semilla real no tuvieron éxito. Durante el tiempo de Enoc, el hijo de Set “los hombres comenzaron a invocar el nombre del Señor” (v. 26).
Algunos estudiosos entienden que esto significa adoración pública y comunitaria de Dios.
Noé, un eslabón de este linaje, sacrificó animales limpios en alabanza al Señor después del diluvio. Por fe, Abraham se preparó para ofrecer a Isaac como sacrificio, ya que concluyó que “Dios pudo levantar a [Isaac], incluso de entre los muertos, de quien él también lo había recibido en sentido figurado” (Hebreos 11:19). El Ángel del Señor detuvo su mano, proporcionando un carnero sustituto. Isaac, el hijo de la promesa, fue otro especial vínculo con el Mesías. Se cree que su experiencia cercana a la muerte prefiguraba la muerte y resurrección de Cristo.
Otros eslabones notables en el linaje de Cristo fueron Jacob (también conocido como Israel), que luchó con un ángel y venció (Génesis 32:22-31); Judá (cuarto en la línea de los doce hijos de Jacob), de quien fue profetizado “El cetro no se apartará de Judá, ni de entre sus pies el bastón de mando hasta que llegue el verdadero rey” (49:10); y David, “un hombre conforme al corazón [de Dios] . . .” (Hechos 13:22).
Suficiente sacrificio
Aunque Dios le dio a Moisés la ley (incluidas las relativas a los sacrificios expiatorios) en el Monte Sinaí, las personas que lo esperaban abajo se inquietaron. Después de cuatrocientos años de esclavitud y de estar familiarizados con los dioses paganos de Egipto, obligaron a Aarón a crear un dios al que pudieran adorar, al no saber si Moisés alguna vez regresaría (Éxodo 32:1-14).
Según la ley mosaica, el sumo sacerdote ingresaba al Lugar Santísimo una vez al año con una ofrenda de sangre por sus pecados y los pecados del pueblo. La ofrenda era simbólica, porque “sin derramamiento de sangre no hay remisión” (Hebreos 9:22), pero “no es posible que la sangre de toros y cabras pueda quitar los pecados” (10:4). Estos sacrificios no eran más que una sombra, un recordatorio de que cosas mejores vendrían.
Por lo tanto, Cristo derramó Su propia sangre como el sacrificio perfectamente prescrito: la culminación de la línea roja. Su sacrificio no sería un sacrificio anual, como en el antiguo pacto; Cristo murió una vez. Y eso fue suficiente. Como nuestro Sumo Sacerdote, Él entró “en el cielo mismo, para presentarse ahora ante Dios en favor nuestro; no para ofrecerse vez tras vez . . . Al contrario, ahora, al final de los tiempos, se ha presentado una sola vez y para siempre a fin de acabar con el pecado mediante el sacrificio de sí mismo” (9:24-26).
Consumación del pacto
Desde antes de que el mundo fuera, la eternidad era un regalo envuelto y sellado simbólicamente con la sangre del pacto de Dios. Creados a la perfección, Adán y Eva tuvieron comunión perfecta con Dios. Sin embargo, esta pareja edénica pusieron a prueba las palabras de Dios, y el pecado llegó como resultado.
Las últimas palabras grabadas de Jesús, “¡Consumado es!” (Juan 19:30), declararon el fin del antiguo sistema de sacrificios. Jesús había realizado la tarea que Su Padre le había enviado a hacer. Cuando respiró por última vez, hubo un gran terremoto, y la cortina del templo que dividía el lugar Santo del Santísimo se rasgó en dos, de arriba a abajo, lo cual significaba el acceso directo a Dios en el nombre de Jesús. Por lo tanto, la sangre derramada de Cristo se congeló, sellando el pacto entre Él y todos los que aceptan este regalo para la humanidad.
La línea roja continua en todos los que, por la fe, aceptan a Cristo y caminan en la línea roja en espíritu y verdad. Si usted siente que le dieron un aviso de desalojo cuando dejó su fe al igual que pasó con Adán y Eva, el camino de la reconciliación aún está abierto. La muerte de Cristo en el siglo I dC, en esencia borró los pecados confesados y olvidados bajo el antiguo pacto y más allá. ¡Y eso es motivo de alabanza!