Entre lo que Dios espera de Sus hijos hay un aspecto no negociable del carácter: la santidad. Este rasgo se introdujo en el Antiguo Testamento y se mantuvo en el Nuevo. Si seguimos a Dios, debemos ser santos como Él es.
Pero, ¿qué es la santidad? ¿Y cómo podemos imitar este aspecto de Dios? La Biblia nos orienta al respecto.
Precedente bíblico
Desde el principio del Antiguo Testamento, encontramos lo que debería ser el pueblo de Dios y la razón correspondiente. Levítico 11:44, 45 es sólo uno de los muchos textos con un llamado a la santidad:
Porque yo soy Jehová vuestro Dios; vosotros por tanto os santificaréis, y seréis santos, porque yo soy santo; así que no contaminéis vuestras personas con ningún animal que se arrastre sobre la tierra. Porque yo soy Jehová, que os hago subir de la tierra de Egipto para ser vuestro Dios: seréis, pues, santos, porque yo soy santo (cf. 19:2; 20:7, 26; 21:8).
En el Nuevo Testamento, Pedro cita directamente el sentimiento en su primera epístola: “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo” (1:15, 16).
No es casualidad que todo el capítulo cuatro del Apocalipsis tenga como tema central la santidad de Dios. Se celebra en un entorno litúrgico, en el que no sólo los redimidos, sino también toda la creación, glorifican a Dios por ser “Santo, santo, santo” es el Señor Dios Todopoderoso (v. 8).
Juan, el autor de este último libro de la Biblia, tiene una visión en la que ve una puerta abierta en el cielo, donde se encuentra el templo de Dios. Se le invita a subir para ser testigo de la superioridad inigualable del único Dios existente (4:1), opuesto al “señor” (griego: kyrios) del Imperio Romano, César, y a cualquier otro señor que pretendiera ser adorado.
La descripción de Apocalipsis 4 es maravillosa. No hay rasgos humanos en el que está sentado en el trono, porque todo en Él es divino (vv. 2, 3). Los veinticuatro ancianos aparecen vestidos con ropas blancas porque han sido lavados en la sangre del Cordero, y tienen coronas en sus cabezas porque son reyes y sacerdotes, algo que Dios prometió a cada creyente. Los veinticuatro ancianos arrojan sus coronas ante Él en un acto de plena sumisión y adoración (v. 4), y Dios da a conocer Su presencia de forma audible a través de fenómenos naturales (v. 5).
Los versos 6 y 7 describen el esplendor del trono de Dios. Delante de el hay un mar de cristal (como la fuente situada delante del tabernáculo de Israel), y aparecen cuatro seres vivos como representantes de todos los seres vivos de la creación. El clímax de la visión de Juan está en los versos 8-11. Los cuatro animales celebran constantemente la santidad de Dios, afirmando que el Señor es santo, todopoderoso y eterno, a diferencia de otros señores cuyos reinos son corruptos, finitos y opresivos.
Al ver esto, los veinticuatro ancianos se inclinan ante Aquel que está sentado en el trono. Ellos arrojan sus coronas ante Él y declaran: “Señor, digno eres de recibir la gloria y la honra y el poder; porque tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas” (vv. 10, 11).
Por lo que se dice aquí, no hay ni la más mínima posibilidad de comparación entre los señores de esta tierra y el único Señor, Creador y Sustentador de todo el universo. En resumen, en los cielos se declara: ¡Dios es el único Señor!
Imitadores
Entonces, qué maravilloso y temible que este Dios santo nos invite a ser santos como Él es santo. Esta santidad de Dios no es sólo un tema de estudio, reflexión y reconocimiento. Es un tema de celebración para todo creyente, y la mejor manera de celebrar Su santidad, además de nuestra verdadera adoración, es imitándola.
Esa idea puede parecer utópica e inalcanzable porque la carne se opone a la santidad de Dios y el pecado habita en todo ser humano. Sin embargo, por el poder del Espíritu Santo que Dios da a cada creyente, se entiende que el pecado es la excepción y la santidad es la regla. El apóstol Juan lo afirmó cuando dijo: “Sabemos que todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pecado, pues Aquel que fue engendrado por Dios le guarda, y el maligno no le toca” (1 Juan 5:18).
Además, el tema de la santidad se aborda en las epístolas paulinas como una exigencia para toda la Iglesia. Por ejemplo, en su carta a los Efesios, se refiere literalmente a los creyentes como santos. En el verso 4 del primer capítulo, habla de la obra que Dios realiza en ellos: “Según nos escogió en él [Cristo] antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él”.
Pablo utiliza aquí tres términos clave. El primero es el verbo elegir, del griego eklectos (seleccionar). Esta selección no es por ser mejor que otros o más sabio o más rico, porque sabemos que todo ser humano es pecador. Pero Dios elige a las personas que sabe que cumplirán el propósito para el que las llama, y ese propósito es la santidad.
El segundo término es santos, del griego hagios (separado). Implica que los creyentes son seres humanos como todos los demás, pero en espíritu, alma y cuerpo, son paradójicamente diferentes. La diferencia radica en el estilo de vida que llevan, asegurándose de alejarse del pecado para imitar a Dios viviendo en santidad.
La tercera expresión, sin culpa, viene del griego amomos (sin culpa). Se deriva del sistema de sacrificios de la antigua alianza, donde los animales que se ofrecían a Dios no debían tener ningún defecto físico por miedo a ser rechazados. Así, los creyentes están llamados a vivir espiritualmente sin la mancha del pecado.
¿Es esto posible? La respuesta es sí, siempre que permanezcamos en Cristo. Como dijo el apóstol Juan: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1).
Sociedad contrastante
Parece que el tema de la santidad está pasado de moda. La era postmoderna en la que vivimos y el transhumanismo que ya está en la puerta optan por un estilo de vida lleno de relativismo y superficialidad en todo lo que se hace. Esto incluye las relaciones humanas y, por supuesto, la relación con Dios.
Pero la Iglesia es diferente. Sabe que está llamada a ser una sociedad de contraste y a navegar contra la corriente. Está dispuesta a ser rechazada, no por cometer delitos o practicar injusticias, sino por abstenerse de cualquier práctica que no esté de acuerdo con las Sagradas Escrituras. Ella celebra la santidad de Dios, proclamando que Él es el único Creador y Salvador del universo.