La sabiduría de este mundo valora la utilidad. Adquirimos recursos que nos benefician, al tiempo que nos deshacemos de los que ya no nos resultan útiles. Esta sabiduría impulsa al mundo empresarial hasta el punto de considerar a los empleados como recursos humanos. Las empresas retienen a los empleados que les conviene y se deshacen de los que consideran una inconveniencia. No pueden permitirse no hacerlo si quieren sobrevivir.
Al igual que las empresas, el mundo de los deportes juzga el valor de una persona para el equipo en función de su rendimiento. En este entorno altamente competitivo, los jugadores que se quedan atrás son eliminados progresivamente en cada nivel. Por ejemplo, a la mayoría de los atletas de preparatoria no se les invita a jugar al nivel de la universidad. Y la gran mayoría de los que llegan hasta ese punto no serán seleccionados por un equipo profesional. Es la supervivencia del más fuerte en esta búsqueda incesante de los mejores.
Dadas las realidades de nuestro mundo impulsado por el rendimiento, no es de sorprender encontrar esta forma de pensar extendida a las creencias religiosas. Después de todo, ¿no dijo Jesús: “Muchos son llamados, y pocos escogidos” (Mateo 22:14) y “Estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan” (7:14)? ¿No estaba Jesús diciendo que Dios evalúa nuestro desempeño para seleccionar a los mejores y descartar al resto?
No, no es así. Aparte del cristianismo, las religiones del mundo creen, en esencia, que Dios explora entre la masa de la humanidad para seleccionar a la élite que demuestra ser útil para Su reino venidero. Los que rinden lo suficiente como para ser seleccionados son justificados ante Dios, igual que sucede en el mundo de los negocios y el deporte.
Pero esta manera pasa por alto un punto crítico. Los negocios y los deportes valoran la capacidad de un individuo para satisfacer sus necesidades únicas. No toman en cuenta todo el valor del individuo como persona. Pero eso es lo que hacen las religiones cuando hablan de una persona justificando su existencia continua. Cuando una religión da más valor al rendimiento de una persona que a la persona, envía un mensaje claro: Para Dios, las personas no son más que herramientas desechables, y sólo conserva a quienes le resultan útiles. Pero esa es una burda representación de Dios.
Un solo camino
Solo el cristianismo enseña que el estándar de desempeño de Dios es la perfección (Génesis 17:1). Dios no clasifica a los humanos imperfectos para encontrar a los que tienen menos defectos. Según la norma de Dios, o eres perfecto o estás fuera. Por lo tanto, sobre la base de nuestro desempeño, toda la humanidad pecaminosa está condenada y destituida de la gloria de Dios (Romanos 3:23). No hay justo, ni aun uno (v. 10).
Por nuestros propios méritos, ninguno de nosotros puede entrar en el reino eterno de Dios. Nuestra sola presencia contaminaría su gloriosa perfección. Los discípulos de Jesús quedaron tan asombrados de Su enseñanza sobre esto que preguntaron: “¿Quién, pues, podrá ser salvo?” Jesús respondió: “Para los hombres es imposible, mas para Dios, no; porque todas las cosas son posibles para Dios” (Marcos 10:26, 27).
Jesús le dijo a Nicodemo, un líder de los fariseos, que nadie puede entrar en el reino de Dios a menos que nazca de nuevo (Juan 3:3), es decir, sólo aquellos que nacen con la naturaleza perfecta de Cristo. Al igual que los discípulos de Jesús, Nicodemo se asombró. Nadie puede hacer esto. Es imposible. Y eso es exactamente lo que Jesús quería que Nicodemo entendiera, que sólo Dios puede hacer perfectas a las personas.
Nuestra autosuficiencia y justicia propia nunca pueden estar a la altura del estándar de perfección de Dios. Una vez que pecamos (que erramos el blanco), toda esperanza se pierde. Incluso si nunca volviéramos a pecar, aún debemos pagar por lo que hemos hecho. Y la pena por el pecado es la muerte. La ley de Dios es justa y buena, pero su poder es poder para condenar, no para salvar. Por lo tanto, nosotros nunca podríamos santificarnos a nosotros mismos a través de nuestra propia actuación para ser justificados ante Dios.
Este sería el final de la historia si nuestro Creador valorara el desempeño por encima de las personas. Pero Dios es tan bueno como santo. En Su gran amor por nosotros, Dios nos valora como individuos a pesar de nuestras repetidas fallas en nuestro desempeño. Romanos 5:8 dice: “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”.
En nuestra absoluta incapacidad para vivir a la altura del estándar de Dios, Dios no nos descartó. Tampoco descartó Su estándar. En cambio, envió a Su Hijo a vivir una vida sin pecado como un ser humano perfecto. Jesús pagó el precio por nuestros pecados con Su sacrificio perfecto, satisfaciendo el estándar de Dios. Como totalmente humano y totalmente Dios, Jesús es la puerta de enlace entre el hombre y Dios, el único Camino a la vida eterna que Dios quiere darnos.
Confiar en nuestro propio mérito es inútil. En cambio, debemos confiar en la bondad de Dios y en Su poder para redimir a través de Su Hijo. Cuando Jesús dijo que muchos son los llamados pero pocos los escogidos, estaba hablando del corazón de uno, no del desempeño de uno. Pocos están dispuestos a abrir sus corazones, a ser culpables ante un Dios santo sin excusa, confiando solo en Su bondad para perdonar a través del Camino que Él proveyó. Los que lo hacen, descubren una nueva vida gloriosa en Cristo.
Sirviendo a otros
Otras religiones distintas del cristianismo creen que nos santificamos a nosotros mismos y, a cambio, Dios nos justifica. Es un intercambio de valor, una transacción: “Yo haré esto por ti si tú haces aquello por mí”. En otras palabras, la santificación precede a la justificación, y ambas son el resultado de mis propias acciones justas.
La Biblia nos dice que la verdad es lo contrario. La justificación precede a la santificación. Dios hace ambas cosas por nosotros con nuestro consentimiento.
Ya que no podemos justificarnos a nosotros mismos, Dios nos justifica con la justicia perfecta de Jesús cuando ponemos nuestra fe en Él. Esto no es una transacción comercial de “esto por aquello”. Es un regalo sacrificial de nuestro Creador que quiere que seamos Sus amigos. Nuestro trabajo es simplemente aceptar Su regalo a través de la fe.
Aceptamos la oferta de amistad de Dios cuando entregamos nuestras vidas a Aquel que dio Su vida por nosotros. Morimos a nosotros mismos y somos resucitados (nacidos de nuevo) como nuevas criaturas con Su Espíritu en nosotros. A los ojos de Dios, Él ve la perfecta justicia de Cristo en nosotros, porque estamos vivos en Él. Somos justificados, declarados justos a través de nuestra fe en Jesús, así como Abraham fue declarado justo a través de su fe en Dios (Génesis 15:6). Santiago escribe esto: “Le creyó Abraham a Dios, y esto se le tomó en cuenta como justicia”, y fue llamado amigo de Dios (2:23, NVI).
Piense en esto. Una amistad no se basa en “esto por aquello”. En cambio, los amigos naturalmente quieren hacer cosas el uno por el otro, lo contrario de las transacciones comerciales. En las amistades, nos enfocamos en lo que podemos dar, en cómo podemos servir a alguien más.
Antes de que aceptemos a
Cristo, nuestra autoestima proviene de cómo nos tratan los demás. Nos sentimos bien con nosotros mismos cuando somos elogiados por nuestros logros, y pensamos menos de nosotros mismos cuando somos maltratados. Cuando alguien viola nuestros derechos dados por Dios, usamos estos derechos para defender nuestra autoestima. Debemos recuperarla.
Sin embargo, cuando entregamos nuestra vida a Jesús, nuestra autoestima ya no proviene de cómo nos tratan los demás, sino del precio que Jesús pagó por nosotros. Nosotros valemos la vida del único Hijo de Dios porque Su vida es el precio que pagó por nosotros. Esto nos da el poder de ir más allá del tema de la justicia para servir a los demás, tal como lo hizo Jesús.
La salvación significa que Jesús ha dado Su vida por nosotros, si lo aceptamos. Y servicio significa que Su vida ha hecho nuestra vida nueva; ahora vivimos en Él y por Él para los demás. Como Sus amigos, somos responsables de crecer en la gracia que Él provee para que pueda usarnos para ayudar a otros a convertirse en Sus amigos también. Aprendemos a hacer esto con el tiempo; la santificación es un viaje de toda la vida. Alabado sea Dios porque gracias a la presencia de la gracia de Jesús en nosotros, es un viaje que no hacemos solos.