por Dorothy Nimchuk
¿Quién habría conocido mejor a Jesús que alguien que creció en la misma casa, lo admiró como hermano mayor, durmió bajo el mismo techo, aprendió las mismas reglas, jugó en las mismas calles, comió en la misma mesa junto con Él y sus hermanos: José, Simón, Judas y sus hermanas (Marcos 6:3)? El hermano “perfecto”, Jesús, nunca tuvo problemas — bueno, excepto aquella vez que se quedó hablando con los doctores de la ley en el templo en lugar de regresar a casa con toda la gente de Nazaret (Lucas 2:41-52).
Cuando creció, Jesús, el hermano mayor se convirtió en un extraño para Santiago y sus hermanos: andaba con un grupo de seguidores desarrapados; haciendo milagros; hablando en la sinagoga; y para miles de personas en espacios abiertos, alimentándolas tanto física como espiritualmente. Los hermanos quizás estaban al margen de la multitud, curiosos, pero con la esperanza de que no los reconocieran.
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Me imagino lo que los hermanos de Jesús podrían haber estado pensando: “Fingimos no escuchar los rumores en la comunidad sobre nuestros padres y su aparente indiscreción antes del matrimonio” (Mateo 1:25; Juan 8:37-47). Una vez, nosotros, los niños y mi madre, intentamos llegar a Él a través de una multitud para instarlo a que volviera a casa, pero Él nos ignoró (Mateo 12:46-50). Fue muy vergonzoso.
Esto continuó durante más de tres años. ¡Luego el hermano mayor fue arrestado! ¿Y ahora, qué hizo? ¡Qué vergüenza! Pero la combinación de acusaciones falsas, la crucifixión y la resurrección sirvió para cambiar el modo de pensar de Santiago. Cuando Santiago vio morir a Jesús, tal vez escuchó las palabras del centurión romano: “¡Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios!” (Marcos 15:39). El hermano mayor realmente era quien había afirmado ser.
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Santiago ha sido considerado el autor más probable del libro de Santiago, dirigido a las tribus dispersas de Israel. En su breve pero contundente carta, Santiago reitera gran parte del Sermón del Monte de Jesús: Dios da sabiduría a quienes la piden y salvación a quienes la buscan. A los pobres se les promete el reino y los humildes son bendecidos con gracia.
Santiago aboga por las buenas obras como algo que va de la mano con la fe. La lengua, él afirma, es una herramienta poderosa para el bien o para el mal — incontrolable. “Porque todos ofendemos muchas veces. Si alguno no ofende en palabra, este es varón perfecto [margen: madurez], capaz también de refrenar todo el cuerpo” (3:2).
Santiago nos anima con estas palabras: “Hablen y pórtense como quienes han de ser juzgados por la ley que nos da libertad” (2:12, NVI). ¡Libertad, la ley de la libertad! Bajo el nuevo pacto, somos liberados del poderoso dominio que el pecado ejercía anteriormente sobre nosotros (Romanos 6:14; cf. vv. 1-7). Si apartamos nuestros ojos de Jesús, nos volvemos susceptibles a la seducción del mundo.
Santiago advierte contra dar preferencia a los ricos mientras ignoramos a los pobres. Hacemos bien en prestar atención: “Porque juicio sin misericordia se hará con aquel que no hiciere misericordia; y la misericordia triunfa sobre el juicio” (Santiago 2:13). Si no mostramos misericordia a los demás, podemos esperar que se nos trate de manera similar. Al vivir según la ley de la libertad, dejamos de lado las obras de la carne y andamos en el Espíritu. En agradecimiento por la gran misericordia que Dios nos ha otorgado, nosotros a su vez debemos mostrar misericordia a los demás o enfrentar las consecuencias y un día rendir cuentas a Dios.
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En todas sus admoniciones, Santiago alienta a la práctica de la vida cristiana, simplemente haciendo lo correcto cada día. En sus primeros años, Santiago no estaba consciente de lo privilegiado que había sido al crecer en la misma casa, partiendo el pan con el joven Mesías esperado. Jesús bien pudo haber tenido en mente esos primeros años cuando se mostró a Santiago como uno de los pocos privilegiados que lo vieron después de Su resurrección (1 Corintios 15:4-8).
Ahora ferviente en su devoción al evangelio, Santiago conoció a Jesús de una manera nueva y viva — como el Hijo de Dios que reflejaba al Padre en todos los aspectos. Sus hermanos menores, también convertidos a creyentes, sirvieron como misioneros sembrando la preciosa semilla de la Palabra.
Usted también puede conocer a Jesús, puede seguir Sus huellas, compartir Sus sufrimientos y regocijarse en Su salvación, teniendo a “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria” (Colosenses 1:27). Tenga la seguridad de que, al hacerlo, tendrá un lugar en la mesa de Jesús, partiendo el pan.