Las noticias no eran buenas. “El vecino Bob acababa de llegar a casa después de tres semanas en el hospital. Si quieres verlo, será mejor que lo visites pronto”.
Las palabras de nuestro proveedor de heno resonaron en mis oídos. Me había mantenido alejada durante el COVID-19 porque Bob estaba luchando contra el cáncer, una batalla que había estado librando durante cinco años. Conocía a Bob desde hacía veinte años, habíamos vivido en el mismo valle, pero no estaba segura de realmente entenderlo. A veces le llevaba galletas o pan dulce, e intercambiamos historias sobre la vida salvaje del área o el drama del vecindario. Le compartí sobre las escapadas de mis hijos. Y a veces nos aventuramos en la locura del mundo hablando de política y eludiendo el tema de la fe.
Cuando le dieron su diagnóstico de cáncer, sentí la urgencia de compartir a Cristo con Bob, de una manera discreta. Siempre estuve muy consciente de los letreros colocados en la puerta de su casa. ¿Hay Vida Después de la Muerte? Atrévete a Traspasar y lo Descubrirás. No Se Acepta Propaganda. Deje su religión en la puerta y dejaré mi escopeta en el armario. Grabados en mi mente, esos letreros aumentaron mi incertidumbre.
Compartiendo una historia
La decisión inmediata de Bob fue no recibir quimioterapia. Sus hijos adultos trataron de persuadirlo, pero él no los escuchó.
Decidí intentarlo. Le compartí la historia de mi hijo que en ese entonces tenía doce años a quien le habían diagnosticado un tumor cerebral. Le expliqué que la quimioterapia y la radiación eran duras y aterradoras, pero que Justin había encontrado la fe y Dios caminó con él en esos momentos. “Si la quimioterapia le da más tiempo con sus seres queridos, vale la pena”. Agregué: “Si mi hijo de doce años pudo hacer esto, tú también puedes”.
No sé si mis palabras fueron un punto de inflexión, pero la quimioterapia le permitió vivir cinco años más.
Ahora estábamos en otra situación en nuestro camino. Luché con Dios sobre cómo podría compartir a Cristo con Bob mientras aún quedaba tiempo. Me despertaba en la noche, dando vueltas y vueltas y pensando en las palabras exactas, los versículos de las Escrituras y la forma en que lo compartiría para que todo fluyera bien.
El peso de la responsabilidad era pesado. “¿Qué pasa si estropeo las palabras y Bob endurece su corazón? Señor, esto debería ser un regalo para dar, pero estoy llena de preocupación. Por favor, quítame la ansiedad”. En el silencio, su Espíritu habló. Todo esto no está solamente sobre tus hombros. ¿No crees que Yo he permitido que otros hayan hablado con él? No te preocupes por lo que dirás o no dirás. Solo ve a visitarlo, ámalo y sé un buen vecino. La paz de Dios me llenó cuando se quitó esa carga.
Compartiendo un regalo
Al día siguiente estaba muy ocupada envasando puré de pera y no pude visitar a Bob, aunque quería. Una vez más, el Señor me dio Su paz sobre el momento de mi visita.
Mientras tanto, traté de pensar en un regalo que pudiera llevarle. Las barras de chocolate eran mis favoritas, pero eso y cualquier otra cosa que pensaba no me parecían estar bien. Finalmente, me di cuenta de que la respuesta estaba justo frente a mí: un frasco de mi puré de pera.
Al día siguiente, fui a la ciudad a una cita. De regreso a casa, me detuve en la casa de Bob, estaba un poco preocupada porque ya tenía dos visitantes. Decidí intentarlo de todos modos. Al menos podría dejar el puré de pera.
Su hijo, Bobby, abrió la puerta. Sus ojos se iluminaron cuando me vio, y estaba complacido con el regalo. “Papá no come mucho y es difícil encontrar algo que le guste”.
El Señor lo sabía, pero yo no.
“Papá la pasó mal ayer, pero acaba de despertarse de una larga siesta. Creo que disfrutaría de una visita”. Así que mi visita no habría funcionado ayer. Una vez más, el tiempo de Dios había sido perfecto.
Bobby me hizo pasar. Mis ojos se adaptaron a la oscura habitación, iluminada solo por la luz reflejada por un televisor de pantalla plana del tamaño de una pared. Bobby bajó el volumen y se reunió con su amigo en otra habitación, dándonos a Bob y a mí la oportunidad de tener una visita en privado.
Compartiendo las Escrituras
Mi vecino estaba acostado en una cama de hospital reclinada, tenía almohadas apoyándolo mientras veía las noticias. Miré más allá de las máquinas conectadas al delgado cuerpo de Bob y me di cuenta de su decaído estado de salud. Su mirada se encontró con la mía y sus ojos se iluminaron. Estaba contento de verme.
Entonces me di cuenta de que Bob llevaba un collar con una cruz. Mi corazón se aceleró. ¿Era esta la señal de Dios para que yo hablara? Paciencia. Hablamos sobre su estadía en el hospital y su cáncer, sus hijos y los míos, y el estado del mundo. Estaba felizmente involucrado en nuestra conversación y visitamos durante más de una hora.
“Bob, ¿alguna vez has leído la Biblia?”
“Sí. Tengo dos diferentes”.
“¿Estás familiarizado con Juan 14?”
“No, cariño.”
“Es uno de mis pasajes favoritos”.
Quería escucharlo, así que tomé la oportunidad y le recité el pasaje.
‘”No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis. Y sabéis a dónde voy, y sabéis el camino”’. Le dijo Tomás: Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino? Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí”.
Los ojos de Bob se iluminaron mientras recitaba los versos. Repentinamente fortalecida, repetí: “No se turbe vuestro corazón. Él sabe que tendremos preocupaciones y ansiedad, pero se está preparando para recibirnos cuando sea el momento de volver a casa”.
Compartiendo la oración y el tiempo
Tomé la mano de Bob y la apreté, nuestra mirada se encontró con una comprensión que nunca había presenciado antes. Cuando me ofrecí a orar por él, Bob aceptó con entusiasmo. “Querido Padre, te pido que fortalezcas a Bob para este viaje. Oro para que alivies su dolor y ayudes a mantener sus ojos enfocados en Ti. Quédate con él y prepáralo para encontrarte, así como todos debemos prepararnos para encontrarnos contigo algún día. Gracias por estar con nosotros en todo momento”.
Con lágrimas en los ojos, Bob me agradeció mientras me apretaba la mano. Sí, Dios había preparado a Bob para su regreso a casa, a través de otros y de mí, trabajando de maneras que no podría haber conocido.
“¿Estaría bien si vuelvo a visitarlo?”
“Por favor. En cualquier momento, cariño”.
Y así lo hice. Varias veces. Llegamos a conocernos de una manera que no habíamos hecho en los últimos veinte años.
Y, sin embargo, esos años no fueron una pérdida. Me di cuenta de que los días de conversaciones sencillas habían sido un paso intermedio para las discusiones más importantes que estábamos teniendo ahora. Y cuando Bob finalmente falleció, el regalo de Dios para mí fue la seguridad en mi corazón de que, sin duda, mi vecino estaba en los brazos de Jesús.