por Emmanuel Selestine
Durante siglos, hemos visto surgir gobernantes que disfrutan de un lugar de autoridad y obtienen riquezas mientras oprimen al pueblo al que deberían estar sirviendo. Pero cuando el Rey Jesús se arrodilló para lavar los pies de los discípulos, vemos un tipo diferente de líder — un líder siervo, uno que eventualmente daría Su vida por Su pueblo. Ese es el único tipo de líder apto para el reino de Dios. Vemos esto en las propias palabras de Jesús: “Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido” (Lucas 14:11).
Pablo nos instruye como elegidos de Dios a “vestirnos de humildad . . . ” (Colosenses 3:12). Humildad, aquí y en otros lugares, significa “humildad de mente”. Es una actitud del corazón. No es meramente una demostración externa, sino una limpieza interna de un corazón lleno de orgullo y arrogancia.
La humildad conlleva bendiciones, de las que habla Jesús en las Bienaventuranzas. Él dice que los pobres de espíritu ganarán el reino de los cielos (Mateo 5:3). Ser pobre de espíritu es reconocer la bancarrota espiritual. Sólo estos heredarán la vida eterna. Así que la humildad no es sólo una buena cualidad que tener; es una piedra angular de la fe cristiana. Es una virtud que todos deberíamos esforzarnos por encarnar.
Cuando venimos a Cristo como pecadores, debemos hacerlo con humildad. Reconocemos que somos mendigos sin nada que ofrecerle excepto nuestros pecados y nuestra necesidad de salvación. Vivimos por la fe en el Hijo de Dios quien nos amó y se entregó a Sí mismo por nosotros (Gálatas 2:20). Como escribió Pablo: “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Timoteo 1:15).
Aunque Pablo era un gran líder de la iglesia, admitió humildemente ante la iglesia que no era diferente de aquellos a quienes estaba llamando al arrepentimiento. Bajarse a su nivel, permitió que esas personas pudieron escucharlo. Pablo no se enseñoreó de ellos, llamándolos “arrepiéntanse”. Más bien, clamó a sus hermanos con amor. Ser humilde nos hace útiles al Padre porque tenemos la perspectiva correcta de nuestra naturaleza caída. Nuestra única jactancia está en Cristo Jesús. Dios ha prometido dar gracia a los humildes pero resistir a los orgullosos (1 Pedro 5:5; Proverbios 3:34). Por lo tanto, debemos dejar de lado el orgullo y confesar que necesitamos un Salvador. Si nos exaltamos, nos oponemos a Dios. Si nos humillamos, las recompensas son grandes: una herencia del reino de Dios — ahora y para siempre.
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