Siguiendo el camino del mundo o el mandamiento de Jesús.
por Stephen R. Clark
De pequeño, tenía una camiseta con el dibujo de un zorrillo y la frase “¡Soy un apestoso!”. Ahora me doy cuenta de que mi madre me la compró a propósito. ¡Supongo que sabía que iba a necesitar mucha compasión con el tiempo!
Le hice honor a mi camiseta incluso después de que crecí y que ya no me quedaba y era un rebelde en mi preadolescencia. Más de una vez, después de hacer algo que probablemente sabía que no debía hacer y que mamá se enteraría (siempre se enteraba), me decía esas palabras desgarradoras: “¡Espera a que llegue tu padre!”.
Cuando esto pasaba, empecé a perfeccionar mis habilidades para apaciguar a los demás. Le rogaba a mi mamá que me castigara en ese mismo momento o que me asignara alguna tarea — cualquier cosa para que recibiera compasión antes que recibir la corrección de papá. Incluso recogía pequeños ramos de flores silvestres para ella, en su mayoría dientes de león. Mi objetivo era reconciliarme con mamá en ese momento, en lugar de después con papá. No era que papá fuera malo, sino que tenía diferentes métodos para corregirme. Mamá siempre fue más comprensiva.
¡Qué alivio cuando mamá respondía a mi súplica de misericordia! Papá seguía oyendo mis indiscreciones y me sermoneaba sobre cómo ser un mejor hombre. Pero esa parte del “castigo” era un poco más llevadera. Siempre preferí la corrección hablada en lugar de la corrección con nalgadas.
En Su Sermón del Monte, en Mateo 5:7, Jesús ofrece la bienaventuranza: “Bienaventurados los misericordiosos, pues ellos recibirán misericordia”. En cierto sentido, ¡les ofrecí a mis padres muchas oportunidades para que fueran bendecidos!
Algunos podrían decir que mis padres me extendieron su gracia o que simplemente actuaban con amor. Sí y no. Conviene definirlo todo. La gracia nos da lo que no merecemos. La misericordia nos desvía de lo que podemos o no merecer. El amor anima ambas acciones.
Otra palabra para misericordia es compasión. Ambas son más que meras acciones. Reflejan una actitud, una forma de ver el mundo. Afortunadamente, mis padres eran personas misericordiosas y se apiadaron de mí.
Yo no merecía gracia; merecía ser castigado por mi mal comportamiento. Sin embargo, como me amaban, mis padres me concedieron la gracia. Gracias a ella, me libraron misericordiosamente de un castigo más severo.
Aprendiendo la misericordia
Jesús le da un giro a la misericordia cuando, como se relata en Mateo 9:13, le dice a un grupo de fariseos: “Pero vayan, y aprendan lo que significa: “Misericordia quiero y no sacrificio”; porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores”.
Desear misericordia en lugar de sacrificio es una gran frase, pero ¿qué significa?
Jesús cita Oseas 6. Al igual que el pueblo de Israel de entonces, los fariseos eran más religiosos que misericordiosos (verdadera justicia). Como meticulosos guardianes de la ley, anteponían el cumplimiento de los minuciosos detalles de la ley a todo lo demás, incluyendo la compasión, la misericordia y el simple hecho de ser buenos seres humanos. Y se consideraban justos (más bien santurrones) por hacerlo. Los fariseos eran especialmente hábiles para sacar las pajas de los ojos ajenos, mientras ignoraban la viga de los suyos.
Esta no era la intención de Dios. El propósito de la ley sacrificial era resaltar la santidad de Dios y fomentar las interacciones humanas bondadosas y afectuosas. La maldad y la santidad no pueden coexistir.
Los fariseos no lo entendían. Ellos se empeñaban en identificar cada pequeño error que la gente cometía con respecto a la ley. Eran lo que ahora llamamos legalistas. Iban por ahí con listas legales de lo que se debía y no se debía hacer, y medían a todos según su quisquillosa interpretación de las normas.
En lugar de corregir amablemente a las personas y discipularlas para que vivieran una vida piadosa mejor, les encantaba infligir castigos y escarnio a quienes ellos creían que no cumplían con sus estándares. En otras palabras, carecían de misericordia, pero si les encantaba sacrificar la dignidad y el bienestar de las personas en nombre de la justicia. Por supuesto, al aplicar la ley a sí mismos, sus estándares se suavizaban considerablemente.
Jesús sabía que gran parte de la “justicia” de los fariseos era pura apariencia. Aunque aparentaban ser más santos que los demás, sus corazones estaban corrompidos. Jesús los reprendió directamente: ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos, hipócritas, que limpian el exterior del vaso y del plato, pero por dentro están llenos derobo y de desenfreno!“ (23:25).
Una forma mejor
Santiago, el hermano de Jesús, aborda el mismo tema desde una perspectiva diferente. Él escribe: “Porque el juicio será sin misericordia para el que no ha mostrado misericordia. La misericordia triunfa sobre el juicio” (2:13). Esta afirmación, combinada con la bienaventuranza sobre la misericordia, dice esencialmente que quienes muestran misericordia recibirán misericordia, pero quienes no la muestran serán condenados.
En pocas palabras, para los creyentes, la misericordia es el mejor camino. Jesús recalcó esto una y otra vez en Sus parábolas y enseñanzas.
En la historia del hijo pródigo, el padre, con gracia, extiende su misericordia a su hijo descarriado cuando regresó. El hermano mayor se inclina más al juicio (Lucas 15).
De la parábola del buen samaritano, aprendemos quiénes son nuestros prójimos a través de la misericordia que mostró el samaritano hacia el hombre que había sido robado y golpeado. Los religiosos legalistas que pasaron junto a él seguían la ley al pie de la letra, ya que lo juzgaron como técnicamente impuro e intocable (Lucas 10). En Mateo 25:35, 36, Jesús hace una afirmación sorprendente que contradice esto:
“Porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; fui extranjero, y me recibieron; estaba desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; en la cárcel, y vinieron a Mí”.
¿En serio? ¿Cuándo sucedió esto? Jesús explica que cada vez que mostramos misericordia a los demás, le ministramos a Él y enriquecemos Su reino.
Hoy en día, nuestra cultura y política —y, lamentablemente, incluso la iglesia— a menudo no muestran nada que se asemeje a la misericordia. El adagio “Es un mundo donde el perro se come al perro” es acertado. Estamos rodeados de advertencias para tomar lo que es nuestro, hacer lo que sea necesario para salir adelante, vengarnos de cualquiera que creamos que nos ha frenado o se ha opuesto de alguna manera, etc. “¡Hay que vengarse!” es la frase del día. Eso me recuerda la historia del siervo deudor que recibió misericordia, pero no hizo a los demás lo que le hicieron a él (18:21-35).
Buscar venganza va en contra de las enseñanzas de Jesús y de la advertencia explícita: “Amados, nunca tomen venganza ustedes mismos, sino den lugar a la ira de Dios, porque escrito está: “Mía es la venganza, Yo pagaré”, dice el Señor” (Romanos 12:19).
Primer reflejo
Para la iglesia, si bien la venganza no suele ser el problema, ni debería serlo, el juicio en forma de condenación sí lo es.
Nancy Pearcey escribe en su libro Total Truth (Verdad Total): Liberando al Cristianismo de su Cautiverio Cultural: “Cuando la única forma de comentario cultural que los cristianos ofrecen es la condena moral, no es de extrañar que los no creyentes nos perciban como personas enojonas y regañonas”.
La palabra griega usada para misericordia en Mateo 5:7 es éleos. Su definición más completa abarca la idea de “bondad o buena voluntad hacia los miserables y afligidos, unida al deseo de ayudarlos” (BlueLetterBible.org). En otras palabras, compasión.
Como creyentes que hemos jurado lealtad a Cristo, hablar y practicar la misericordia debe ser nuestro primer reflejo, un rasgo de carácter intrínseco. Cuando alguien ha pecado, primero mostramos misericordia y luego aplicamos una corrección amorosa. Si alguien está en necesidad, misericordiosamente proveemos lo que podemos para aliviar su necesidad. Cuando alguien nos hace daño, la misericordia es la respuesta, no la venganza.
Jesús amplía el círculo de quienes deben recibir misericordia de nosotros cuando advierte, “Pero Yo les digo: amen a sus enemigos y oren por los que los persiguen” (Mateo 5:44). Cuando amas de verdad a alguien y lo ves como a tu prójimo, la venganza se desvanece y la misericordia aflora.
La realidad es que, en nuestra pecaminosidad, todos somos “rebeldes”. La Escritura afirma que todos somos pecadores necesitados de Su misericordia (Romanos 3:23). De hecho, Lamentaciones nos lo explica: “Por el gran amor del Señor no hemos sido consumidosy su compasión jamás se agota. Cada mañana se renuevan sus bondades; ¡muy grande es su fidelidad!” (3:22, 23, NVI). Al concluir la historia del buen samaritano, Jesús ofrece una sencilla instrucción: en cuanto a compasión y misericordia, debemos “ir y hacer lo mismo” (Lucas 10:37). Todos somos nuestro prójimo. Y cuando se trata de cómo los vemos y los tratamos, la misericordia no es una opción.





