Fue una época de gran despertar espiritual. Si usted viviera durante este período (finales de 1700s a 1950s o 60s), habría sentido que el fuego del evangelismo encendía los corazones de muchos a su alrededor. Es posible que usted mismo haya sido atrapado en el fuego como decenas de miles de personas. Estos dejaron las comodidades de la vida en Europa o América y viajaron a las partes más remotas de la tierra, llevando la luz de la salvación a aquellos en la oscuridad espiritual.
Muchos de estos valientes individuos murieron en el mar, en las selvas de África y América del Sur, o en manos de las mismas personas en quienes abandonaron todo para ayudar. Aún así, ellos fueron. Su fuego era contagioso, sus sacrificios no en vano. Miles y miles escucharon el evangelio y llegaron a la salvación a causa de ellos. Algunos de los grandes héroes de las misiones vienen a mi mente: Adoniram Judson de Birmania; Hudson Taylor y Lottie Moon de China; David Livingstone de África; Jim Elliott y sus valientes compañeros de misión en Ecuador –sólo por mencionar algunos.
Fui hija de este gran movimiento evangélico. Mis padres se encontraban entre los valientes hombres y mujeres que abandonaron todo y cruzaron un vasto océano hacia una tierra desconocida debido a su pasión por las almas de personas que nunca habían conocido. Debo mis maravillosos recuerdos de infancia de crecer en África a este movimiento. Más que eso, debo mi pasión por las misiones a los valientes hombres y mujeres que pertenecieron a las generaciones anteriores a mí.
En Apocalipsis 3: 8, Dios le dice a la iglesia en Filadelfia: «Mira que delante de ti
he dejado abierta una puerta que nadie puede cerrar». Las generaciones anteriores también tenían una puerta abierta. La de ellos fue una gran vocación, y muchos la escucharon. Este llamado estuvo lleno de aventuras, desafíos, amor por sus semejantes, y la alegría de ver a Dios moverse y las almas perdidas salvadas.
Me quedé a los pies de aquellas generaciones que habían atravesado valientemente una puerta abierta. Vi su celo por el Señor y su valor ante las dificultades. La misión nigeriana donde crecí se enfrentó a la guerra de Biafran. Mis padres y mis tías y tíos misioneros fueron testigos del genocidio de las personas Igbo, la presencia constante de soldados armados, las repentinas evacuaciones y el temor de que la guerra civil pudiera estar en su patio delantero en cualquier momento. Sin embargo, siguieron su curso, amando a las personas que sufrían a su alrededor y guiando a muchos a Cristo.
Estos misioneros que vinieron antes de mí permanecieron fieles a su Señor y a su llamado. Mi oración es que la generación que viene después de la nuestra también nos encuentre fieles en cualquier tarea que Dios nos dé. Tal vez esa tarea no requiera dejar nuestros hogares, pero si Dios lo planea para nosotros, debemos ir y hacerlo, incluso si sólo salimos por la puerta de enfrente y compartimos a Jesús con nuestro vecino o incluso con nuestra familia.
Para apreciar ese movimiento hace tanto tiempo, continuemos el viaje en nuestra imaginación. Suba a bordo de un bote conmigo, con destino a una tierra extranjera que sólo conoció por libros y conferencias. No sabe hablar el idioma; sólo tiene una comprensión incompleta de la cultura y no tiene idea de lo que se avecina. Se ha despedido de la familia que ama y no los volverá a ver durante varios años.
Mira hacia atrás y ve la costa desapareciendo de vista. Gira la cara hacia adelante. Una bruma salada golpea su cara mientras la brisa sopla a través de su cabello. Una gran aventura le llama. Hay lugares a los que ir, gente que conocer, almas en necesidad de un Salvador.