Hacia el final de mi séptimo grado, desarrollé depresión. No dormía, no comía y me estaba aislando de mis amigos porque sabía que ellos no me entenderían ni podrían ayudarme.
En octavo grado, empecé a auto lastimarme. No quería suicidarme, todavía no. Pero pensé que al lastimarme, podría tener el control de algo, o que el dolor físico me distraería del dolor emocional que estaba sintiendo.
Empecé a ver a un consejero en septiembre. Fue hasta diciembre que mi mamá se enteró, y amenazó con meterme a un hospital psiquiátrico. Comencé a ir a terapia el verano anterior a mi primer año de preparatoria y me diagnosticaron oficialmente con un fuerte trastorno depresivo y ansiedad generalizada.
Mis sentimientos habían pasado de la tristeza al vacío y, a menudo, pensaba en el suicidio. A veces, cuando me acostaba por la noche, oraba, «Señor, por favor, mátame mientras duermo, porque estoy cansada de esta miserable existencia».
Dejé de tocar el piano en la iglesia porque me causaba ansiedad pensar que podía cometer errores. Arruiné relaciones porque era insegura.
Perdí el interés en todo lo que solía amar, incluido Dios. Ni siquiera socializaba con mi propia familia porque prefería estar sola, incluso si los pensamientos que tenía mientras estaba sola eran autodestructivos.
Pero Dios nunca respondió a mis oraciones; día tras día, me despertaba. El Salmo 3:5 se convirtió en una parte importante de mi viaje espiritual: “Yo me acuesto, me duermo y vuelvo a despertar, porque el Señor me sostiene” (NVI). En lugar de eso, comencé a orar por fortaleza.
Durante mi segundo año de la preparatoria, me enviaron a un centro de observación de conducta local para que me evaluaran para la prevención de riesgo de suicidio. No me admitieron, pero esa situación fue fundamental para mi proceso de sanidad.
No creo que nos demos cuenta de cuánto control tiene Dios sobre nuestras vidas hasta que nos damos cuenta de todos los dones que nos ha dado. Por supuesto, Él nos permite tomar decisiones y sufrir las consecuencias, pero también pone a personas buenas y comprensivas en nuestras vidas cuando más las necesitamos.
Mis batallas no están sin recompensa. Después de luchar contra la depresión y la ansiedad durante años, he llegado a la conclusión de que Dios te permite luchar porque sabe que eso solo te hará más fuerte y que puedes usar tus experiencias para ayudar a otros que están pasando por algo similar.
Después de luchar contra mi condición durante años, Dios ha revelado mi propósito en esta vida. Aunque a veces lucho con la idea de que mi futuro no está escrito en piedra (aquí es donde entra mi ansiedad), encuentro consuelo en el hecho de que Él sabe lo que quiere para mí (Jeremías 29:11).
Estoy llegando a un punto en el que me encanta estar viva y todo se lo debo a mi Padre celestial.
* El título está tomado del Salmo 139:7 (RVR 1960).